Desatención del gobierno federal y violencia estimulada por los discursos de sus integrantes son denuncias constantes en protestas por todo el país. Crédito: Carol Ferraz/ ATBr
El avance de gobiernos fascistas, unidos a la nueva ofensiva neoliberal en América Latina, se ha apoyado en la producción y profundización de la violencia política. Este rincón geopolítico ha visto el uso de la misma como una estrategia para controlar la conciencia de las masas. Desde el golpe de 2016 en Brasil, la escalada de odio ha servido para que gobiernos autoritarios puedan implementar políticas antidemocráticas, fundadas en narrativas de ataque a las instituciones políticas del país. Mientras el pueblo se pierde en el opio del supuesto combate a la corrupción, el neoliberalismo avanza brutalmente sobre sus derechos.
Vivimos el proceso de impeachment de la ex presidenta Dilma hundiéndonos en un mar de violencia política. ¿Cómo no recordar la brutalidad de los discursos en el Congreso Nacional en el momento de la votación de la casación? Entre ellos estaba el actual presidente, saludando a los que torturaron a la presidenta durante la dictadura. O aún, el triste asesinato de la concejala Marielle Franco y de Anderson Gomes el 14 de marzo de 2018. La violencia política como arma de candidatos fue ampliamente usada en las elecciones de 2018: recordemos toda la misoginia sufrida por la candidata a la vicepresidencia Manuela D’Ávila, y está presente también en estas elecciones. El asesinato del maestro de capoeira Moa do Katende, aquel mismo año en Bahia y todas esas acciones son movidas por un discurso elitista, misógino, racista y colonial contra liderazgos políticos progresistas, defensoras/es de derechos humanos y de los pueblos. Se realizan por medio verbal o simbólico en el ataque en redes sociales, en la difamación de la imagen, en la distorsión de los hechos e incluso en amenazas y atentados contra la vida.
El poder de la violencia política como arma de (des)educación de las masas es cruel. Se estructura como un discurso de odio, asociado al negacionismo (de la historia, de la ciencia, de los hechos, de los saberes…), que fortalece grupos extremistas y antidemocráticos, ignorando completamente pactos civilizatorios como derechos civiles y políticos. El uso de esa violencia como táctica política en la región es bastante emblemático. Todavía reverbera en nuestra memoria el golpe de 2019 en Bolivia, cuando grupos extremistas no aceptaron el resultado electoral y, por medio de fuerza bruta, tomaron el Estado. La imagen de la intolerancia se hizo presente en la imagen de la alcaldesa de Vinto, Patrícia Arce Guzmán, siendo arrastrada por manifestantes, tirada en la calle, pelo cortado, pintada de rosa, obligada a andar descalza por muchas cuadras.
Es difícil cuando esos hechos se vuelven tan cotidianos que ya naturalizamos esa violencia. Solo en las últimas semanas tuvimos el ataque sufrido por el hermano del presidente de Chile, Gabriel Boric, en un contexto tenso de votación por la aprobación de la nueva constitución. De igual manera, el arma apuntada para la ex presidenta Cristina Kirchner. En el cotidiano de la política en Brasil, en todos los discursos presidenciales de Jair Bolsonaro, destacadamente el del último 7 de Setiembre, en el cual palabras de odio fueron proferidas a otros candidatos, a las instituciones democráticas y a los movimientos populares. En julio de este año, el dirigente petista Marcelo Aloizio Arruda fue muerto por disparos en su fiesta de cumpleaños por el policial penal federal Jorge José da Rocha Guaranho, quien invadió el evento en Foz do Iguaçu, estado de Paraná, a los gritos de “¡Acá es Bolsonaro!”. Tal fenómeno, como otros tantos ejemplos trágicos, ha rebajado el debate electoral, construyendo una apatía de las masas a los temas centrales de la política como el combate al hambre y al desempleo, y la construcción de programas de gobierno y de políticas sociales, trayendo para la arena pública valores conservadores como intolerancia religiosa y sexual, difusión de la dominación blanca y masculina, cultura de armas y militarismo.
Datos de la escalada de violencia
Un estudio de la organización Tierra de Derechos, realizado entre 2016-2020, registra 327 casos de violencia política, en su mayoría asesinatos y atentados, siendo RJ, MG, CE, MA y PA los estados con más ocurrencias. Apunta la investigación que eses casos están concentrados en el interior del país, estando más direccionados a concejales. Eso porque en esas localidades se establecen relaciones de complicidad entre la violencia, el control de las instituciones políticas locales y los medios de comunicación, en una compleja red organizada para asegurar los intereses de las élites locales, como destaca la Guía Violencia Política elaborada por el Comité Brasileño de Defensoras y Defensores de Derechos Humanos.
Frente a este escenario, dos importantes marcos normativos fueron aprobados en 2021: la Ley n.º 14.197/2021, que promovió cambios en el Código Penal, determinando como crímenes el ataque a las instituciones democráticas y a la operación del proceso electoral, con penas que pueden variar de 3 a 12 años de detención. Otro marco fue la Ley 14.192, también de 2021, que prevé normas para el combate a la violencia política contra la mujer, promoviendo cambios en el Código Electoral y en las leyes de los partidos políticos y de las elecciones. Sabemos que sobre los cuerpos de las mujeres pesan las marcas del patriarcado, entonces ese tipo de violencia se articula con la violencia sexual y de género, imponiendo a las mujeres que están en el liderazgo político y en la defensa de los territorios, comunidades, bienes comunes e de la naturaleza otras formas de expresión de la práctica, como la incitación a la “violación colectiva”, a la violencia doméstica, a la agresión a los hijos.
Aunque la legislación reconozca tales problemas, su aplicación se encuentra bastante débil; pocos son los casos de pesquisa y responsabilización por esos crímenes. Basta con observar que, durante todo este año, diversos manifestantes, parlamentares y el mismo presidente de la República han proferido alegaciones infundadas sobre el sistema electoral, con ataques al Tribunal Superior Electoral (TSE) y al Supremo Tribunal Federal (STF), que ya implicarían en su inelegibilidad. Sin embargo, siguen impunes. La certidumbre de la impunidad es tan grade que el 7 de septiembre, en Rio de Janeiro, la primera dama se sintió confortable como para decir públicamente: “Bolsonaro ha sido claro en su mensaje al STF”.
Agentes de alta esfera pública en Brasil usan sus redes sociales, las estructuras de comunicación del Estado y listas de WhatsApp para difundir desinformación y odio. Los hechos distorsionados, una vez diseminados, producen sus daños y convencen a una gran cuantidad de seguidores. La cosa funciona casi como una secta interconectada por la manifestación de odio contra figuras políticas comunes, instituciones y procedimientos democráticos. Tal sacralización de la política es tan simbólica que se establece una conexión entre violencia y símbolos religiosos, tal como sectores neopentecostales que defienden la asociación de candidatos a demonios. La fragilidad del sentido crítico de las masas hace que esos procesos sean enraizados, volviendo aún más desafiador ampliar las conciencias en la reconstrucción de la democracia.
La construcción política que queremos
Varias organizaciones de derechos humanos han construido mecanismos para combatir la violencia política. En diciembre de 2021, liderados por el Consejo Nacional de Derechos Humanos (CNDH), se compuso el Memorándum de Entendimiento por la democracia, producido por la Procuraduría Federal de los Derechos del Ciudadano (PFDC), Defensoría Pública de la Unión (DPU) y la Comisión de Derechos Humanos y Minorías de la Cámara de Diputados, visando establecer la cooperación entre las entidades para promover la defensa de la democracia en Brasil por medio del fortalecimiento de normas, instituciones y procedimientos. De igual manera, el TSE ha lanzado campañas informativas sobre el proceso electoral, la seguridad del voto auditable y la creación de canales para denuncia de violencia política.
Ese suelo de violencia es poco fértil para brotar un proyecto político capaz de manejar las necesidades de la vida concreta de los brasileños y de las brasileñas. La bandera de la violencia es siempre levantada por el capitalismo para superar sus crises, sean las guerras en Oriente Medio o las dictaduras, el fascismo y los golpes de Estado en nuestra región. Contra ese proyecto, levantamos la bandera de la esperanza, en la construcción colectiva rumbo a una sociedad más justa e igualitaria, en que nuestro pueblo, con pan, tierra, techo, trabajo y justicia ambiental, lleve en el corazón la paz y en las manos un libro.
* Este artículo fue publicado originalmente en portugués en el sitio web del periódico Brasil de Fato el https://www.brasildefato.com.br/2022/09/13/a-violencia-politica-como-uma-estrategia-eleitoral